martes, 20 de enero de 2009

DESIERTO, ROCÍO Y SILENCIO

*
Presentación para Bagual de Felipe Becerra,
en el marco del encuentro de poesía RIESGO PAÍS 2008,
realizado en diciembre en la ciudad de Valdivia.
(Bagual, de Felipe Becerra Calderón
Editorial Zignos, Lima, Perú, 2008)
*
Por Marcos Arcaya Pizarro

“El mundo de la madre es como un chiste rarísimo,
¿cierto? Pero ese chiste también es de dolor y de locura
y de un miedo que no se aguanta”.
Bagual, Felipe Becerra.

En este breve itinerario, seguiré principalmente las ideas de Leopoldo María Panero de su ensayo “Sade o la imposibilidad”, en relación directa y oblicua con Bagual, este primer libro de Felipe Becerra Calderón que, debo confesar, he leído con pasión ya varias veces. Hechas estas aclaraciones paso a comentar.

En la película Hell Boy 2: el ejército dorado (2008), mientras se desarrolla una escena de acción, un aparente niño pequeño es cargado por su (también aparente) padre-demonio. El héroe rojo lo calma para que no se asuste, acto seguido el aparente púber le advierte que no es un niño, sino un tumor. Así como en Hell Boy 2 este “niño” imposible, ya citando a Panero, “rompe con la ley de la reciprocidad que incluye todo vínculo social”, en Bagual la locura de la madre descrita en la voz-tumor de los niños que no vivieron allí en 1980, que no vivieron en ningún pueblo ni en ningún desierto, subraya el asomo a la desaparición de todo lo narrado: “si nos escuchan decir cosas, no nos crean, eso no es verdad” nos dicen, justo antes de dar cuenta de cómo Rocío “se fue oscureciendo” hasta su “noche negra negra”.

Exceso en la voces de estos niños-monstruo nonatos concebidos por un ángel-monstruo (Rocío/rocío en el desierto), exceso subrayado por la austeridad del desierto, austeridad plagada de excedentes, de imposibles: espejismos, violencia y la nada, donde esta voz-tumor va también alucinando, superando el desierto y lo narrado en él, desnaturalizando lo real, el relato mismo. Así y todo el relato es relato y se constituye bajo la forma de un libro llamado Bagual, el relato existe en el lugar inexistente de la escritura, que es el habla que enmascara “la muerte por lo que todo existe” dice Panero. Estos niños-monstruo, sus voces, sus visiones, sus mentiras (su escritura), en tanto sueño de Rocío, en tanto escritura, en tanto alucinación febril son todavía permisibles.

Mientras el ritual secreto de Molina es la obsesión por registrarlo todo en su libro de guardia, como trinchera ante esa mancha, aquello que presiente y lo atemoriza, que en “un principio semejaba la silueta de insectos enormes”. Un acto de fe en el “triángulo de la ley”(Panero) basado en la sintaxis escrita, en ese hilito “que sirve a los hombres de sustituto, de cordón para asegurarse, sin lo cual no gozan, que la vieja madre está siempre tras ellos, mirándolos hacer falo”(Cixous). Ella, Rocío, vaga hacia lo imposible, no de otra escritura como querría Elene Cixous, sino al desborde en el ayuno (“el declive” como ella lo nombra, “la podredumbre” como ellos le llaman). El resabio de fe de Rocío son las voces de sus niños (sus fantasmas), violencia contra sí intento desesperado por levantar el vínculo perdido con el “Otro real”, como intento radical (porque no hay nada que perder) de superación de la violencia, de la muerte, “un gesto que, porque hace añicos el núcleo mismo de nuestra identidad, no puede aparecer sino como extremadamente violento” (Zizek, S).

Carlos y Rocío, desvinculados entre sí, renuncian al despropósito, porque el apenas resabio de fe desaparece ante el destino que es uno, ante el tormento que es uno. Carlos se rinde, espera a la mancha que “era un niño, de siete a ocho años, de la mano de un perro erguido sobre sus patas traseras”. Carlos se rinde, se deja llevar por el perro que canta en su locura que es también la de Rocío, lo que ella elige.

El temor que siente Rocío al mundo circundante, al modo aprendido de ser en él, se trocará en la renuncia a todo orden, desorden en ese (aparente) orden de violencia y muerte. Rocío será ahora quien ríe, el temor en los otros, el advenimiento de su locura, lo realmente imposible: el silencio, donde el cordón-hilito de la escritura no es lugar donde guarecerse, porque no hay lugar donde guarecerse en el silencio. Cito casi el final de Bagual:

“El silencio aquí es lo que más duele. Y tú lo sabes, madre. Por eso dinos cualquier cosa. Dinos al menos que tu lengua se ha hecho un nudo, Dinos que estás muda o muerta y que no quieres escucharnos. Pero dinos algo ahora, una palabra que alimente nuestra sangre, nuestra sangre que la ahoga este cordón y se nos pone más y más amoratada”.

(La Ligua, región de Valparaíso, Chile, 1979)